De ‘reconciliación’
se habla desde hace mucho rato; para lograr la reconciliación en los conflictos
bélicos, étnicos, incluso religiosos, en
muchos países del mundo se están haciendo ingentes esfuerzos, a veces con mediocres resultados. Pero
el término ‘reconciliación’ aparece
ya implícito en épocas muy antiguas. Adán y Eva, sintiéndose culpables de su pecado, se escondieron
de la presencia de Yhavé (Gén. 3,1-19);
David reconoció su culpa ante el reproche del profeta Natán (II. Sam. 12,1-15); el Apóstol Pablo,
ya en el Nuevo Testamento, siente el
reproche interior de su conciencia que lo lleva a reconocer la incoherencia en su conducta (Rom.
7,14-24). Todos, en fín, alcanzaron la
reconciliación.
La conciencia de pecado a lo largo de la
historia atestigua que el hombre
es víctima de su propia mala conducta y lo lleva
a buscar la paz, la reconciliación, en alguna parte. El profeta Jeremías entendía el pecado como
alejamiento de Dios; por esta razón en su
oración concebía la reconciliación como un ‘volver a Dios’: “hazme volver y volveré” (Jer. 31,18). Es,
pues, un hecho histórico el sentido de
culpa y la necesidad de reconciliación.
Los Estados civiles han hecho esfuerzos especiales por lograr
la reconciliación entre los pueblos
en conflicto; el derecho civil ha creado categorías especiales (perdón, indulto, amnistía) como
medios para lograr el reencuentro de los
pueblos en lucha. Surge una
pregunta a este respecto: la reconciliación
viene de fuera hacia adentro?; o mejor, va de adentro hacia afuera?. Por esta razón afirmamos
que la reconciliación comienza
por casa. Algunos escritores se han referido a la lucha proverbial entre amor y odio a lo
largo de la historia; uno y otro han intentado
prevalecer sobre su contrario. El campo en que se libra esta batalla es el corazón del hombre.
Incluso el Evangelio de S. Mateo (10,35)
alude a que “los enemigos de cada cual serán los que conviven con él”; es decir, los de su propia
casa. La reconciliación, pues, deberá
comenzar por casa; un ejemplo típico es el caso de Zaqueo a quien Jesús de Nazareth le confirmó en
su propia casa, al conocer la actitud
de conversión, “hoy la salvación ha llegado a esta casa” (Lc. 19,9).
Encuentro en el Documento de Puebla un
testimonio válido para dar fundamento
a la afirmación de que la reconciliación comienza por casa: Puebla alude a los cuatros
rostros del amor humano que “encuentran
su pleno desarrollo en la vida de familia: nupcialidad, paternidad-maternidad, filiación y
hermandad” (n. 583). Desde esta perspectiva
es posible afirmar que la reconciliación es la reconstrucción de cada uno de los
rostros de la familia cuando el pecado
del odio, del rechazo, de la venganza, irrumpe en el corazón humano generando una ruptura. Reconstruir
el rostro del amor conyugal entre
los esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, es operar la reconciliación intergeneracional. A
partir de esta reconciliación en el núcleo
mismo de la familia, en la que es “la célula vital y fundamental de la sociedad“ (AA. n. 11) se podrá
llegar a niveles más amplios cada vez,
porque “el bien es, por naturaleza, difusivo”, como afirmó el ‘Doctor Angélico’. Los padres de
familia comprenderán que tienen una responsabilidad
muy especial de frente a la reconciliación dentro y fuera de su casa; el Concilio
Vaticano II les reconoció un ‘protagonismo’
propio en la sociedad y en la iglesia.
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